El Pollo vino al mundo con una misión concreta: hacer felices a quienes lo rodearon. Hizo feliz a su familia desde el primer momento en que abrió los ojos por primera vez. Yo tenía sólo 10 años. Y entonces el Pollito se convirtió en mi Pinocho de carne y hueso. Yo le ayudaba a mi mamá en todo: darle el tetero, cambiarle los pañales, bañarlo y vestirlo. Tanto así que mis papás se conmovieron y a pesar de mis pocos años me dieron el regalo de ser la madrina del Pollo. Desde ese momento desarrollé una relación de complicidad con él. En los años del colegio yo le ayudaba con sus tareas. Le leía cuentos (las historias de gnomos eran sus favoritas cuando era chiquito) y le hablaba de mis autores favoritos. Él era amigo de mis amigas y amigos, y era el primero que me daba el visto bueno o malo sobre mis novios, dependiendo del equipo de fútbol del cual fueran hinchas. Cuando me casé se sintió muy triste (no por el hecho de que Carlos fuera del Santa Fe), y así me lo hizo saber en una carta que me escribió entonces. Pero luego comprendió que el no vivir bajo el mismo techo para nada cambiaria nuestra amistad. Seguiríamos llamándonos con nuestra señal: un silbido que sólo él y yo reconocíamos y que hasta hace muy poco utilizamos. Luego me fui a vivir a Miami. Sus cartas eran las más frecuentes en mi buzón de correo. Me contaba del colegio, de sus amigos, de los proyectos en los que estaba trabajando -siempre tenía uno nuevo-, de los libros que se estaba leyendo y de la música que le gustaba. En mis visitas a Bogotá siempre estuvo en el aeropuerto esperándome. No faltó ni una sola vez, en muchísimos viajes que yo he realizado. Cada vez que nos veíamos me ponía la canción que mas le gustaba, una y otra vez, con el propósito especifico de que cuando me devolviera para Miami, oyera el mismo disco y llorara acordándome de el. (Siempre logró su objetivo).
Gozaba cada uno de mis logros como si fueran propios: cuando me casé, cuando me gradué de Abogada, cuando terminé mi maestría, cuando nacieron mis hijos y cuando terminé el doctorado. Él era tan generoso que asumía como suyas las metas conseguidas, y era el que más las celebraba. Y así era con todos: con el resto de sus hermanos, con mis papás, y con sus amigos y amigas. Fue el mejor tío que mis hijos hayan podido tener. Siempre estaba pendiente de ellos, los hacia reír, y los invitaba, con paciencia infinita, a su cuarto a oír música y jugar en el computador. Cuando nació Nicolás, se autoproclamó su padrino, y yo no hubiera podido hacer una mejor elección. Asumió su papel con un gran compromiso: estaba resuelto a hacer de Nicolás un hincha de Millonarios, y era el que más gozaba al saber que el deporte favorito de Nico era el fútbol, y que además era el goleador de su equipo. Ellos dos también formaron una relación de complicidad. Tanto es así, que ahora, con esta cara de infinita tristeza que se apoderó de mi a partir del 8 de agosto, Nicolás se me acerca, cierra los ojos y me dice: “ aquí te manda el Pollito este abrazo”, y me abraza apretadamente, reconfortándome como nada más logra hacerlo. Como en El Principito, sobran las explicaciones. Yo no le pregunto nada, y me limito a sentir, agradecida y con los ojos húmedos, sus brazos alrededor de mi cuello.
El Pollito vino al mundo con la misión, impuesta por él mismo, de hacernos felices. De eso no tengo duda. Porque con mis papas, y con cada uno de mis hermanos tuvo una relación especial. He narrado solo la MIA. Pero para cada miembro de la familia el Pollito era especial. Él era como un comodín, que se ajustaba a todo tipo de personalidades, asumiendo de las personas las cosas buenas, nunca las malas. Era el que más nos hacia reír: porque se burlaba de la vida y sobre todo de sí mismo de una manera digna de un cuento de humor de Ricardo Silva. Todos los defectos, suyos y de los demás, se transfiguraban en esos ataques contagiosos de risa.
Es difícil concebir nuestras vidas sin la de el Pollito. Pero de alguna manera, yo pienso que él nos dejó preparados: él fue parte esencial de la unión familiar que hoy nos ayuda a sostenernos en medio de esta pena; sus amigos, son hoy nuestros amigos. A mí me llama la atención acordarme de la insistencia del Pollo en que yo conociera a Ricardo Silva, y más tarde a Maria. Me hablaba de él todo el DÍA. Lo quería y lo admiraba tanto que quería compartir sus sentimientos con nosotros. Su amistad con él era tan valiosa, que por su misma generosidad no podía guardársela para sí solo. Cuando le publicaron el primer libro de cuentos a Ricardo, estaba tan feliz como si fuera un logro suyo. Me mandí el libro apenas salió, lo comentamos y nos reímos juntos de las ocurrencias de Ricardo. Y luego, con Maria, fue lo mismo.
El Pollo se fue, pero su voz no se apagara nunca. Porque ya nos adueñamos de sus dichos. Porque oigo su silbido, grabado para siempre en mi mente. Porque oigo su risa, oigo su saludo: “quiay, mi Nanita”, oigo su despedida: “aaaaaaadios”. Oigo que nos dice que estemos tranquilos. Eso es algo que también me ha dicho Nicolás estos días: “El Pollito quiere que estemos tranquilos, que él está feliz”. Y es verdad. Tiene que ser verdad. Porque eso es lo que el se merecía. Y si nos concentramos en la certeza de que el esta en un lugar mejor, será más llevadero este dolor que estamos sintiendo.
Diana Pardo