No es preciso leer como leyeron
con clara voz Heráclito y Manrique,
para entender, como ellos, que la fuente
puede secarse en seco.
En un puerto candente cuyo río,
más que el fluir arrastra
hondo estertor cautivo entre las piedras,
rocas que atajan plenas
el despertar del aire,
el esfuerzo de un hombre que luchaba
por no decir a medias las palabras,
por eludir el fárrago
del turbio mercader de lo sublime,
a medio andar se queda
-y vivo- entre las peñas.
Que haya quedado vivo es lo que importa.
Como el que sube al monte
cuando el monte enaltece
la estatura del verbo y la montaña
-el estatuto de las cordilleras,
el hondo y ancho y alto
estado de la sierra,
así como el estadio
de su breve estadía-,
se alegra de que el aire envilecido
de un mundo que se queda
poco a poco sin aire,
lo deje libre y vivo
para seguir pensando,
para seguir sonriendo,
para callar mientras los otros hablan.
También, para admitir a su manera
que las medias palabras
son palabras enteras.
Que el que llamamos recio
ni una letra al reacio le ha quitado.
Que confundir el nombre con el hombre
no es error de mención ni de concepto,
y mucho menos falta de grafía,
pues ambos son su mutuo sinsentido.
Que la muerte es la misma
en la fonda o en Honda.
Que hablar es fabular.
Que agora es el ahora de este tiempo
tan pobre en ilusiones y relatos,
una pintura abstracta que carece
de la alta y ancha y honda perspectiva,
que quería Brunesleschi.
Que el sospechoso honor
de sabernos personas,
a nadie da más lustre o hidalguía;
antes bien corrobora
la triste condición de los mortales,
muertos agora por partida doble:
en la irrealidad que nos malvive
y en el mundo virtual del simulacro.
Nadie miente mejor aunque se ponga
en la cara la máscara más cara.
No es preciso escribir como escribieron
con buena letra Heráclito y Manrique,
para entender, como ellos,
que en Honda empieza el mar, la mascaronda,
pues la muerte es el término del río.
Por Ángel Marcel
18 de Agosto de 2003