Así sucede. Sufre el bloqueo del escritor. Las dificultades se lo llevan por delante. Las vanidades, las envidias y los celos lo empequeñecen poco a poco. Y como el cineasta atribulado que Federico Fellini retrató en 8½, igual que el novelista hastiado que Woody Allen encarnó en Maridos y esposas (para citar a dos de sus antepasados), se ve obligado a soñar, a pensar y a imaginar de nuevo qué es lo que quiere de la vida.
Su yerno, un narrador israelita llamado Ianib, se atreve a decir que “las historias de familia siempre son ciertas” cuando se acerca el final del relato. Lo dice porque sabe de memoria que, cada vez que se reúnen a compartir anécdotas de épocas mejores, padres e hijos inventan la mitad de los recuerdos comunes para reparar lo que han vivido juntos. Lo dice, de paso, porque algo como eso es lo que ha hecho Burman desde su primer largometraje: aceptar que el realismo que roza el absurdo es la mejor manera de contar lo que sucede en la intimidad de un hogar y que todas las mentes creativas viven un viacrucis permanente. El “nido vacío” del título no sólo es, pues, el síndrome que sufren las parejas cuando sus hijos se han ido de la casa. También es una imagen que resume el por qué una persona se dedica, por ejemplo, al oficio de narrar.
Acaso porque se trata de un guión más cerebral, quizás porque son simples bocetos desde el punto de vista del protagonista, tal vez porque los actores los interpretan sin ningún ánimo, los personajes de El nido vacío no son tan entrañables como los de las anteriores películas de Burman. Todo el tiempo es fácil entender lo que están pensando, por supuesto, pero pocas veces se tiene la tentación de sentir lo que están sintiendo. Da la impresión de que se entrega mucho más de lo que se recibe.