El nido vacío

Calificación: ***. Título original: El nido vacío. Año de estreno: 2008. Género: Drama. Guión y Dirección: Daniel Burman. Actores: Oscar Martínez, Cecilia Roth, Inés Efron, Arturo Goetz, Jean Pierre Noher, Ron Richter, Carlos Bermejo, Eugenia Capizzano.

El director argentino Daniel Burman, autor de comedias humanas como El abrazo partido (2004) y Derecho de familia (2006), suele dejar las cosas claras en la primera secuencia de sus películas. Las escenas iniciales de El nido vacío, su más reciente mirada a las trampas de la cotidianidad, anuncian con precisión todo lo que vendrá: tras soportar una sofisticada comida repleta de conversaciones que le tienen sin cuidado, después de capotear una charla con su esposa en la que descubre que sus hijos pronto se irán de la casa, Leonardo, un dramaturgo deprimido e hipocondríaco que se siente mucho más viejo de lo que es (y que en la vida no logra ser esa persona creativa que es cuando escribe), se da cuenta de que está a punto de ser tragado por un lugar común: la crisis de la edad madura.

Así sucede. Sufre el bloqueo del escritor. Las dificultades se lo llevan por delante. Las vanidades, las envidias y los celos lo empequeñecen poco a poco. Y como el cineasta atribulado que Federico Fellini retrató en , igual que el novelista hastiado que Woody Allen encarnó en Maridos y esposas (para citar a dos de sus antepasados), se ve obligado a soñar, a pensar y a imaginar de nuevo qué es lo que quiere de la vida.

Su yerno, un narrador israelita llamado Ianib, se atreve a decir que “las historias de familia siempre son ciertas” cuando se acerca el final del relato. Lo dice porque sabe de memoria que, cada vez que se reúnen a compartir anécdotas de épocas mejores, padres e hijos inventan la mitad de los recuerdos comunes para reparar lo que han vivido juntos. Lo dice, de paso, porque algo como eso es lo que ha hecho Burman desde su primer largometraje: aceptar que el realismo que roza el absurdo es la mejor manera de contar lo que sucede en la intimidad de un hogar y que todas las mentes creativas viven un viacrucis permanente. El “nido vacío” del título no sólo es, pues, el síndrome que sufren las parejas cuando sus hijos se han ido de la casa. También es una imagen que resume el por qué una persona se dedica, por ejemplo, al oficio de narrar.

Acaso porque se trata de un guión más cerebral, quizás porque son simples bocetos desde el punto de vista del protagonista, tal vez porque los actores los interpretan sin ningún ánimo, los personajes de El nido vacío no son tan entrañables como los de las anteriores películas de Burman. Todo el tiempo es fácil entender lo que están pensando, por supuesto, pero pocas veces se tiene la tentación de sentir lo que están sintiendo. Da la impresión de que se entrega mucho más de lo que se recibe.


Las imágenes llegan al rescate sin embargo: la angustiosa primera secuencia en el restaurante, la coreografía á la Fellini en el centro comercial y las miradas cruzadas en el consultorio de la odontóloga, entre muchas otras, al final ponen en su sitio al espectador más escéptico.