Los infiltrados

Calificación: ****. Título original: The Departed. Año de estreno: 2006. Dirección: Martin Scorsese. Guión: William Monahan basado en el guión de Infernal Affairs escrito por Alan Mak y Felix Chong. Actores: Leonardo DiCaprio, Matt Damon, Jack Nicholson, Mark Wahlberg, Martin Sheen, Ray Winstone, Vera Farmiga, Alec Baldwin. 

El nervioso Martin Scorsese, tal vez el más grande maestro que ha dado el cine norteamericano de estos años (su mirada nos ha guiado por el mundo, por las películas y por los gestos humanos), se ha pasado una vida en la búsqueda de personajes que logren sobrevivir a esta aplastante violencia que parece estar en todas partes. Newland Archer, en La edad de la inocencia, se salva de los rumores de la rencorosa Nueva York del siglo 19 llevándose en la memoria la imagen de la mujer que ama. El Dalai Lama, en Kundun, escapa de la iracunda China de Mao al único territorio que nadie podrá invadirle: su propio espíritu. Y los dos ángeles caídos de Los infiltrados, el atormentado Billy Costigan y el maquiavélico Colin Sullivan, resisten el infierno entregándosele como un par de sentenciados que de vez en cuando olvidan que han nacido muertos.

The Departed, el título original de Los infiltrados, anuncia una visita a la tierra de los difuntos. Y la película es eso exactamente. En el Boston de estos años, mientras el policía Costigan se cuela –en busca de pruebas condenatorias- en la mafia irlandesa que gobierna un demonio decadente llamado Frank Costello, el agente Sullivan, discípulo del capo, asciende socialmente gracias a su éxito en el departamento de seguridad de Massachussets. Y sí, nos queda claro que la lógica de la mafia, tan parecida a la ley de la selva, administra cualquier comunidad cuya meta sea recibir el poder que da el dinero. Pero más que todo sentimos compasión por esos hombres (policías o criminales: da igual) que se entregan a una vida que sucede en la tras escena de la sociedad: en la muerte. Taxi Driver y Vidas al límite ocurrían también en ese sitio. Y sin embargo es ahora, con Los infiltrados, que Scorsese pone en evidencia que se trata del escenario de una tragedia: la de la gente que araña la posibilidad de tener una rutina.

Cómo pasar por este infierno sin perder la humanidad en el proceso: esa pregunta sin respuesta ha perseguido de obra en obra a Martin Scorsese. Pero también lo ha hecho, para que no todo se le salga de las manos, el inagotable lenguaje del cine. Para contar la historia de Los infiltrados, como en sus trabajos más logrados, Scorsese se vale de su memoria de cinéfilo, de su mirada de montajista y de su respetuoso temor ante esos iconos religiosos que parecen amuletos para soportar el infierno. Su cinefilia lo obliga a partir de una taquillera película coreana de 2002 que en inglés se tituló Infernal Affairs, lo pone a citar ciertas escenas de El tercer hombre y lo lleva a cumplir el sueño de trabajar con el monstruoso Jack Nicholson. Su maestría técnica pone a avanzar todas las secuencias a toda velocidad, sin respiros, como si quisiera hacernos descender por los nueve círculos de Dante. Y su asombro permanente llena la pantalla de mártires de una causa que parece ser su cine.