Dogville

Calificación: ***. Título original: Dogville. Año de producción: 2003. Guión y Dirección: Lars Von Trier. Actores: Nicole Kidman, Paul Bettany, Lauren Bacall, Ben Gazzara, James Caan, Chloe Sevigny, Jeremy Davies, Stelan Skarsgard, Harriet Anderson, Blair Brown, Patricia Clarkson.  

Podría decirse, semanas después de haberla visto, que Dogville es una obra ineludible. Pero ¿puede reconocerse la importancia de una película cuando no se ha disfrutado del todo viéndola?, ¿está bien recomendársela a los amigos que nos quedan cuando se ha pensado varias veces, durante sus tres largas horas de duración, "yo creo que me saldría del teatro si no tuviera que escribir la reseña"?, ¿no es cierto que nuestra labor como espectadores se reduce o se eleva a ser dignos de las narraciones que nos encontramos por el camino? Advirtamos, antes de responder, que la historia dura un poco menos de tres horas. Digamos que ocurre en un pueblo americano perdido en las Montañas Rocosas, en la era de la depresión, pero que la escenografía –las paredes, los techos, las calles- se encuentra dibujada en el suelo de un estudio de muros pintados de negro de tal manera que los actores se ven forzados a abrir puertas invisibles y el auditorio se ve obligado a imaginar las intimidades de una docena de personajes principales.       

El autor, el cineasta danés Lars Von Trier, conocido en Colombia por la patética pero inolvidable Bailarina en la oscuridad, está convencido de que "una película debe ser una piedra en el zapato". Y esta vez, para conseguir algo como eso, ha seguido los tristes pasos de una indefensa fugitiva, Grace Margaret Mulligan, desde que se refugia en el poblado en cuestión, en Dogville, hasta que comienza a sospechar que, como ciertos inmigrantes en el país más poderoso del mundo, está siendo esclavizada por sus habitantes. Von Trier ha querido explorar, según parece, el despotismo y la arrogancia que invade a quienes tienen el control de las cosas. Pero la arrogancia no sólo es el fondo sino la forma de su película: ese pueblo vacío, como un escenario teatral de principios del siglo veinte, nos hace dudar sobre lo que esperamos del cine; esa cámara que tiembla nos sugiere que un largometraje es, sobre todo, un artificio; esas tres horas de duración nos recuerdan, desde lo alto, que las ficciones no sólo existen para hacernos la vida más fácil.

Estamos, pues, ante una película penetrante que no querremos repetirnos pronto. Que quizás crea demasiado en su propia brillantez. Que aunque nos rete a la fuerza, nos provoque y nos ponga de mal genio, nos tiene reservada, para el final, la recompensa de habernos dado un mundo qué pensar. Sí, no es fácil ver cómo el director martiriza a otra heroína (no es fácil ver a Grace, como a la pobre bailarina en la oscuridad, despojada de sus últimos rastros de humanidad), pero después, semanas más tarde, recordamos su tragedia en los momentos menos pensados. Descubrimos, entonces, que la llevamos en la cabeza como se llevan las piedras en los zapatos. Y que sólo las obras inevitables se nos aparecen, igual que los fantasmas, aunque no queramos que aparezcan.